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Posmoliberalismo: una propuesta para infantes

Por Juan Cristóbal Demian y Nicolás Palma

El reciente libro de Patrick Deneen, patrocinado por IES, ha encrispado los ánimos de las trincheras liberales, quienes han reaccionado respondiendo furiosamente. Cada una de las columnas de respuesta amerita su propio análisis por separado; por un lado, tenemos por ejemplo a Juan Lagos quien fustiga el reduccionismo católico de Deneen y lo asemeja a las críticas que suelen hacer los socialistas [1]. Siguiendo la misma tónica tenemos a Jorge Gómez, quien, de forma más rabiosa que argumental indica que el autor incurre en falacias de hombres de paja y reduccionismos propios de conservadores [2]. En el medio, Fernando Claro aprovechó la instancia para pegarle a José Antonio Kast por defender La Verdad como fundamento en el programa de su nuevo movimiento [3].


Como se dijo anteriormente cada una de estas columnas merecería un análisis en extenso por separado y no es el propósito de esta columna abordarlas. Más bien acá nos centraremos en una cuarta columna escrita por Claudio Palavecino [4], donde propone una “tercera vía” posmoliberal. Es en esta propuesta que nos adentraremos por constituir un verdadero salvavidas de plomo para el liberalismo. Si alguien quisiera argumentar contra las ideas liberales lo mejor que podría hacer es tener es una propuesta como ésta. Resulta importante entonces desentrañarla, para evitar que ingenuas personas caigan en el error de apoyar su propio suicidio teórico al son de una retórica amigable y millenial.


SÍNTESIS DEL POSMOLIBERALISMO


La propuesta posmoliberal se puede resumir en unos pocos puntos esenciales: reconocer al prójimo implica desechar el acceso a una verdad objetiva y a la posibilidad de convencer a alguien de nuestra postura sobre cualquier cosa. Por lo tanto, se deben abandonar las certezas: “bailar en el abismo”.

Este compromiso con defender la nada se expresa en su propuesta de limitar la democracia, ya que cualquier tipo de consenso mayoritario sería visto como una forma de opresión.


En resumidas cuentas, la propuesta nos insta a no ser propositivos sino críticos; sujetos irritantes que no tengan ninguna certeza más allá de que se debe dudar de todo, incluso de los programas de otros liberales. El enemigo no es el Estado, sino el Poder, todo Poder, el cual debe ser combatido día a día cultivando lo que Michel Onfray llama la “escultura del sí”: una individualidad absoluta. En su visión esto evitaría el “fanatismo liberticida” y generaría humildad.


Antes de desmantelar este bodrio, convengamos que no sorprende para nada que una propuesta así padezca del mismo salto lógico que cualquier patraña posmoderna, el de lanzarse y proclamar el fin de los meta-relatos apoyando otro meta-relato: el del pronóstico del fin. La pregunta esencial es: ¿Se puede o se debe apoyar semejante relativismo moral?


Para quienes hayan estudiado un poco sobre los más recientes debates acerca del origen de nuestras valoraciones y jerarquías morales, habrán escuchado a Jonathan Haidt explicarlas muy bien y decir que estas son inherentes a los seres humanos, a un nivel biológico incluso, pues son imprescindibles para la cooperación, y la generación de liderazgos.


Todos tenemos cosas que valoramos y a las cuales dirigimos nuestros esfuerzos y propósitos en la vida, y asimismo cosas que esperamos o no de los demás. Por más que los defensores del nihilismo - que gente como Palavecino confunde con poseedores de una sana actitud socrática - digan que nada importa realmente, ellos siguen eligiendo personas con quienes compartir y no lo hacen al azar. Alguien que siempre duda de todo es alguien que no sabe ni siquiera si atarse los cordones de los zapatos. Así que no nos perdamos; se necesitan certezas aunque sean pocas pero esenciales.


Cuando se trata de estar con otros, poseer escalas morales contradictorias es un desafío que la civilización occidental ha buscado resolver promoviendo el diálogo y la libertad de expresión, y si bien la democracia ha hecho cada vez más difícil el entendernos pues la politización tiende a la polarización - alimentada por los medios que todo lo exageran en función de ciertas agendas políticas -, las personas en su mayoría siguen relacionándose de la mejor forma posible, siguen respetando la propiedad ajena y siguen prefiriendo razonar con el vecino en lugar de dispararle.


El diálogo siempre tuvo un sentido: el de lograr un entendimiento. Plantear, por el contrario, que se debe “hablar por hablar” y rechazar de plano cualquier verdad e incluso la posibilidad de convencer a otros necesariamente nos llevaría a rechazar cosas como el método científico, la medicina moderna o la idea misma de legalidad, puesto que toda ley es siempre antecedida por un criterio moral.


En síntesis, con una propuesta así de caricaturesca del liberalismo, lo único que queda es darles la razón a los conservadores cuando dicen que al final se llegaría a un individualismo atomizante donde cada persona es una isla moral y se rompería todo vínculo comunitario, lo cual no es ningún aporte a la discusión. Es cierto que deberíamos luchar contra nosotros mismos y desafiarnos, pero ¿no sería mejor luchar contra nuestras dudas, en lugar de contra nuestras certezas? ¿o quizás un poco de ambas?


GARANTÍA DE CONFLICTO


Es consecuente el renegar del liberalismo clásico desde una postura posmoderna, pues todos los clásicos vieron con desdén un individualismo radical como el planteado por el autor. Ningún principio, ni la vida, la libertad o la propiedad, deberían ser difundidos o defendidos puesto que esto sería negar la individualidad del otro según Palavecino. En su lugar habría que “bailar en el abismo” y apoyar las conversaciones sin sentido.


En este contexto, si no hay verdades absolutas no hay ningún motivo para asumir que la “privatización” es una solución, pues bien podría serla el inicio de la guerra. Paradójicamente, a pesar de toda la pose contestataria y revolucionaria, la propuesta posmoderna le da la mayor justificación posible a la existencia del Estado: el hecho que no podamos ponernos de acuerdo sobre nada, haciendo inevitable la labor reguladora y el uso de la fuerza. Cabe preguntarse, ¿La mayoría de la gente prefiere ir a comprar a un supermercado en lugar de robar porque hay un castigo legal, o porque tiene interiorizado que está mal hacerlo? Al parecer existe un consenso moral para no robar. Pero para los posmodernos este consenso debería aportillarse y cuestionarse.


“Que la existencia de convenciones y tradiciones comunes entre un grupo permitirá a la gente trabajar juntas tranquila y eficientemente, con mucho menos organización formal y coacción que un grupo sin tales lazos es, por supuesto, un lugar común. Pero lo contrario de esto, aunque menos familiar, probablemente no es menos verdadero: que la coerción sólo puede mantenerse a un mínimo en una sociedad en donde las convenciones y la tradición hayan hecho que el comportamiento del hombre sea en gran medida pronosticable.” (F. Hayek, Individualismo Verdadero y el Falso, 1986, pág 21)


Es aquí donde saltan a la vista las implicancias más graves de esta sarta de incoherencias y no es la actitud llamada eufemísticamente “socrática”, sino las consecuencias posteriores: luchar no contra el Estado, sino contra todo Poder y aportillarlo todo.


Naturalmente que, para un posmoderno, al no existir nada objetivo no existe ninguna diferencia categorial entre el Estado oprimiendo con impuestos y con el monopolio de la fuerza a las personas, y un padre de familia que “oprime” a sus hijos diciéndoles que deben lavarse los dientes; ambos son poderes que deben combatirse. Pero como el autor nos insta a ponerle atención a todos los poderes y no al Estado, podemos ver que realmente la brújula la perdió hace mucho tiempo. Y este es el gran problema que enfrentan hoy los libertarios de izquierda: al unirse a las batallas interseccionales de los progresistas y tratar de incorporarlas a su discurso, al final terminan perdiendo el tiempo luchando contra molinos de viento que muchas veces salen de su propia imaginación, como el rampante heteropatriarcado blanco cis que estaría matándonos a todos, en lugar de luchar contra el objetivamente existente monopolio de la fuerza, que es el Estado obeso de las socialdemocracias modernas.


Cuando Palavecino, tal como el comunista Michel Foucault, dice que "hay que combatir todo poder", ignorando la eficiencia y necesidad de determinadas jerarquías sociales presentes en el orden espontáneo, no sólo le da la razón a los progresistas que inventan todos los días una nueva teoría de opresión, sino que también a la izquierda anticapitalista cuando acusa acumulación de poder en la acumulación de capital - la misma izquierda que él acusa de liberticida -. A estas alturas cabe preguntarse si se ha puesto a pensar dos segundos para quién trabaja.


Aterricémoslo por ejemplo a las hoy hirvientes aulas del Instituto Nacional. Ahí entre los encapuchados que preparan sus bombas molotov, el profesor Palavecino encontrará sin duda fervientes militantes de su fantasía posmoliberal - o eso es lo que gustaría de creer antes de que le llegue a lo mínimo un escupo por parte de ellos -, puesto que en sus palabras uno de estos jóvenes insurrectos dice: “quiero dejar en claro que yo no represento a nadie, ni nada me representa a mí y que, según mi planteamiento, cada individuo tiene la capacidad de expresar sus ideas de la forma en que le plazca.” [5]


En dicho contexto que asemeja a una batalla campal, podremos sin duda encontrar la postura de algún profesor - de esos a los que estos grupos amenazan con rociarlos con bencina - o de algún apoderado que lo que más desea es que vuelva la paz al establecimiento educacional, para que los jóvenes puedan retomar su educación y se deponga la violencia; pero dicha postura representaría para el profesor Palavecino - siguiendo su lógica - una postura conservadora que “momifica en su psique su momento preferido de la cultura y lo proyecta prepotentemente hacia la eternidad.”


Así, quienes osen pedir que se ponga un freno a una situación tan violenta y dramática serían “Los eternos desfasados. Los anacrónicos”. Nuevamente, conclusiones que se siguen de intentar plasmar la irresponsable, pero "súper cool" propuesta de Palavecino sólo a un caso de la vida real.


Muchos podrán aquí decir que es una exageración vincular la “novedosa” y súper “open mind” doctrina del profesor Palavecino con el radicalismo de izquierda, pero veamos el caso del pensador que lo inspira, el mencionado Michel Onfray, de quien toma la idea de que “sólo la construcción de un individuo radiante, soberano, solar y libertario es realmente revolucionaria”, una frase que a muchos libertarios y liberales de nuevo cuño les parecerá muy atractiva, pero hilemos más fino, Onfray es parte de una línea de intelectuales franceses para los cuales las nociones sobre la moralidad del capitalismo están superadas en favor de un debate sobre el nuevo estadio de la humanidad que ha de administrar el capitalismo, visto no más que como un sistema de producción, y en ello propone un sujeto político libertario hedonista y ateo; pero lo que no mencionan frecuentemente sus seguidores dentro de la escena liberal criolla es la militancia ideológica de Onfray con el socialismo libertario, ¡y qué casualidad!, precisamente pareciera que quienes más desarman las posturas conservadoras dentro del liberalismo están dispuestos a apoyar, siendo cercanos incluso, a los proyectos de izquierda.


Dicho lo anterior, y sólo con fines de decirlo con propiedad y evidencia, Onfray apoyó el año 2002 al candidato presidencial francés Olivier Besancenot, quien encabezaba a la Liga Comunista Revolucionaria, partido político de vertiente marxista-leninista trotskista, y el argumento dado por el filósofo es que dicha candidatura era “más amplia, abierta, con opiniones generales sobre toda la sociedad” [6]


No es nuestra idea enjuiciar exclusivamente a Palavecino por las acciones del que parece ser su filósofo de cabecera, pero sin duda es un antecedente a considerar, puesto que por lo general estos intentos posmodernistas de hacer del liberalismo una especie de ameba flexible terminan beneficiando a los movimientos revolucionarios de la izquierda radical; un precio que parece que están felices de pagar a cambio de ganarles en su pataleta a los “conservadores”.


Y es que al final a eso llega este bodrio panfletario del posmoliberalismo: a una inacción que por omisión le abre la puerta a los verdaderos depredadores que se benefician del fin de los meta-relatos; ¿y quiénes son esos?, pues los insurrectos despiadados de siempre, los que no podrían estar más felices de la erosión de los fundamentos de una sociedad basada en la propiedad privada.


¿Acaso este posmoliberalismo podría, si quisiera, defenderse de un asalto a nuestras instituciones, el que sin duda terminaría en un modelo tiránico con afanes redistributivos?


En sus palabras, Palavecino llama a sus posmoliberales a “ser tábanos, sujetos irritantes”, ese sería el estilo político al que aspira, pero recordemos que cuando un tábano molesta mucho, no se requiere más arte que un manotazo para acabar con el problema, y en caso contrario, de no haber manotazo y el tábano nos pica, su picadura no es nada que nos impida seguir como si nada en nuestras tareas al día siguiente. Tal es el poder del tábano, la figura "heróica" que representa a este libertario solar y hedonista que se nos propone.


Concluyamos con una reflexión: es posible que para cada proyecto ideológico exista un arquetipo militante, y si para el marxismo clásico éste era por antonomasia el obrero explotado por fábricas del siglo XX, para un proyecto “posmoliberal”, dejando de lado el tábano con el que se identifica Palavecino, la otra figura que se asemeja a este paradigma es la de un infante. Pensémoslo bien, ¿qué otro ser humano posee las características arriba descritas de preguntarlo todo, tener conversaciones sin sentido, carecer por completo de criterio moral y en rebeldía permanente y en ocasiones llegar a ser realmente irritante? Pues un niño.


Instamos al señor Palavecino a ir a predicar a los cursos de enseñanza básica que ellos tienen la razón y no los adultos, en un experimento que bien podría emular al capítulo de Los Simpsons cuando Bart se transformó en el ciudadano modelo. Y ya sabemos lo que pasó después.


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Fuentes y referencias:




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