Por Francisco Albanese
Las armas son herramientas útiles pero también peligrosas tanto para el portador como para quienes lo rodean; el mal empleo de éstas puede terminar con el portador perdiendo algunos dedos, como también con una obra de muralismo hecha usando su materia gris. Por esta razón, el manejo de las armas, con o sin regulación estatal, debería estar sometido al menos a una revisión por parte del individuo a sus propias capacidades y habilidades.
La posverdad es un arma peligrosa: como cultura que apela a una emocionalidad desconectada intencionalmente de ciertos detalles, tiende a distorsionar el reflejo de la realidad para que surja una lectura más conveniente para los fines que se persiguen—generar espejismos. Hoy en día, y con la preponderancia de las redes sociales virtuales, el ciberespacio y el surgimiento de las Guerras de V Generación, la posverdad ha pasado a ocupar un lugar importantísimo en el terreno en disputa político-metapolítico-ideológico; con la distorsión del reflejo de la realidad, los discursos pueden ajustarse mejor a los requerimientos o las contingencias propias de los contextos en donde está enmarcado el terreno en disputa. De esta manera, y con el enfoque adecuado, puede “venderse” la idea que 17 millones de personas murieron porque un eslavo le disparó a un archiduque en Sarajevo, y no porque diferentes imperios y potencias miraban con desconfianza el crecimiento en poder de sus semejantes y tan sólo esperaban una excusa para que el conflicto detonara y con ello pudiera detenerse la expansión de sus adversarios-competidores.
Un gran problema en el uso de la posverdad es cuando esta arma causa bajas dentro del público que no era objetivo de los disparos—una suerte de fuego amigo que hiere a las filas, incapacitándolas: la idea de la posverdad no es convencer a los del bando propio, sino que un discurso se imponga en la cultura—que se vuelva hegemónico. Si el discurso no se vuelve hegemónico y sólo es reproducido, internalizado y creído por el bando que no es el blanco de la ofensiva, puede terminar distorsionando su visión de los hechos, marginalizando al grupo del terreno en disputa o, peor aún, dejando al bando propio en desventaja argumentativa, desviándose a sí mismo y extraviándose de la causa ulterior. Esto es: combatir en t0 la idea A por ser la principal amenaza (A > no A), para luego, ante el cambio de escenario surgido en t1, visibilizar una idea B —menos importante (B<A) —, desviando los esfuerzos contrarrestando B cuando la verdadera amenaza, por la cual se articuló un discurso, es A. Inclusive, puede darse el escenario que al terreno por conquistar ni siquiera le interese realmente B.
El movimiento político contingente surgido a partir de la opción Rechazo, es decir, negarse a la posibilidad de un plebiscito para la elaboración de una nueva constitución, articuló diferentes discursos y causas —algunas buenas, otras malas, y otras sencillamente olvidables— para oponerse al proceso. De todas las causas, probablemente la peor y más débil, ideológicamente hablando, fue la relacionada con el costo monetario de llevar a cabo el proceso constituyente, incluyendo el plebiscito. Según lo anterior, lo altamente costoso del proceso era un motivo suficiente para oponerse a él, y se esperaba que la cantidad de ceros que conllevaba la realización del plebiscito y posterior convención espantara al ciudadano (aunque, en este caso, se apelaba a éste en su faceta de contribuyente) y lo disuadiera de barajar la posibilidad de votar a favor del cambio de constitución.
Parte de esta causa para oponerse estaba desprendida de una posverdad (no intencional, tal vez) que derivaba de una mala lectura de los tiempos y hechos: se asumía que lo que movía a la gente era que ésta estaba harta de los partidos políticos y que, por tanto, darles más recursos era justo lo que la gente no quería. Sin embargo, mientras que el hastío y decepción respecto de los partidos políticos, de la clase política y de la política en general eran efectivos, no eran la principal causa de los movimientos de masas — movimientos que fueron posteriormente legitimados en el Plebiscito 2020. El grueso del movimiento en favor de la opción Apruebo estaba impregnado de fuertes componentes anti-realidad, existencia inauténtica del Dasein, reemplazo del modelo económico, anti-desigualdad, etc., todos ellos ponderando mucho más que un simple supuesto principal rechazo a la clase política, a la que se podría “castigar” por medio de negarle los ingresos que brotarían a raudales con el proceso constituyente.
Con el aumento de presupuesto para las asignaciones para los constituyentes, ha vuelto al ruedo el mito de la importancia superlativa del dinero (y de perderlo) para la sociedad chilena. Lo cierto es que éste es importante, pero no lo suficientemente importante como para servir como argumento para desvirtuar el proceso. Es más: el común de la gente no maneja suficiente conocimiento en economía ni en políticas públicas como para preocuparse mayormente del presupuesto del proceso constituyente. Pero es aún más importante comprender que los deseos de cambiar la realidad son mayores que el antagonismo hacia la clase política.
De lo anterior surge la interrogante: ¿y si el proceso fuera gratis? Esta pregunta es punzante, pues pone “contra las cuerdas” al argumento para oponerse al proceso. ¿O acaso es que no es tan importante lo que se gasta en el proceso constituyente? Y así es: no es tan importante, porque aunque el proceso fuera absolutamente gratuito, seguiría siendo nocivo y peligroso, y no habría mayor variación respecto a la primera y principal causa para oponerse a él, es decir, oponerse al desmantelamiento de aquello que se considera esencial para mantener la institucionalidad y el crecimiento del país, dado y considerando el actual escenario político y cultural en el que se está fraguando el proceso de refundación del mismo (“la causa A”). Este argumento, por sí solo, es suficiente para armar todo el relato en torno a la oposición al proceso, y en ningún caso debe ser ni olvidado ni dejado de ser considerado como el más importante de todos. Esto es absolutamente relevante de ser mantenido en claro en todo momento, con el fin de evitar el erróneo autoconvencimiento endogrupal respecto del contexto en el que se han desarrollado los hechos.
Alimentarse de la propia posverdad es un error estratégico pues se corre el alto riesgo que el discurso ideológicamente débil pero emocionalmente fuerte (“la causa B”) cumpla su función sólo en el público donde no hay necesidad de generar cambios en la cultura (i.e., el endogrupo). Este discurso puede evolucionar volviéndose una hegemonía que devorará y hundirá en la insignificancia los argumentos que realmente importan, desasociando de la realidad al propio bando político, el que terminará combatiendo espejismos—los mismos que creó.
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