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Jornada laboral: advertencias y una mirada libertaria

Por Michel Monserrat


Mucho se habla sobre la reducción en la jornada laboral. La oposición, y en particular el Partido Comunista, ha declarado que la reducción de las horas de trabajo traería beneficios para los ciudadanos, ya que les permitirá invertir mas horas en recreación y en la familia. Ante esto, no cabe mayor reparo. Absolutamente todos estaríamos de acuerdo en invertir más horas de nuestras vidas en estos primordiales asuntos. Sin embargo, lo que debemos tener en alta consideración, es que lo que se zanjó en la Comisión de Trabajo del Parlamento es en sí mismo un asunto meramente económico. Lo que se discute en definitiva es lo que se conoce en economía como costo de oportunidad, ya que el hecho de invertir más horas en tiempo libre, supone dejar de invertirlo en producción. Y en realidad, no hay nada de malo en esto, lo verdaderamente importante es asumir las consecuencias que esta medida generará en el mediano plazo. Y es que, ya sea elevar o disminuir la jornada laboral trae consecuencias en la producción, siendo el responsable de la misma única y exclusivamente el trabajador. Esta es una discusión de producción.

Con todo, quisiera aclarar que la postura de quien escribe estas líneas es completamente imparcial con respecto a la propuesta legislativa. El análisis que se leerá a continuación es a priori, puesto que en lo que respecta el devenir y el comportamiento humano es imposible lograr predecirlo (de ahí mi postura). Por tanto, está a base de supuestos, ya que ni si quiera sabemos si será ley o no.


Tenemos, en definitiva, dos consecuencias, las cuales pueden ser positivas o negativas. Comencemos por las positivas. Supongamos que la reducción de la jornada laboral provoca aquello que tanto políticos como ciudadanos esperamos, es decir, un mayor bienestar en la población y que este repercuta positivamente en la productividad. Las personas al sentirse más felices y conformes trabajarán sabiendo que su vida no se invierte, en su mayor parte, en cumplir horas en “la pega”. En este sentido, y bajo este supuesto, estaríamos frente a una medida indiscutiblemente exitosa, debido a que en términos económicos logramos producir en menos tiempo mayor cantidad de bienes y servicios disponibles para la población, beneficiando la calidad de vida de los ciudadanos y su satisfacción personal.


Pero como no todo es color de rosas, nos queda analizar las consecuencias negativas. Y es que, una de las tareas de aquellos economistas, estudiosos e interesados en la economía es intentar advertir y exhortar con el fin minimizar al máximo las consecuencias desfavorables que las decisiones gubernamentales puedan generar. En primer lugar, debemos advertir que el salario actúa exactamente igual que un precio, y en efecto lo es, ya que supone el precio por el cual, en términos de costos, el empresario está dispuesto a asumir para conseguir el fin que persigue. De esta manera, la reducción de la jornada laboral es, como hemos dicho, una medida económica, pues supone un cambio en los precios de producción. Este cambio en el precio actuará como información extremadamente relevante para el empresario, puesto que se verá en la tarea de calcular los costos en los que incurrirá al disminuir el tiempo en que los trabajadores se dedicarán a sus tareas productivas —serán al menos 20 horas mensuales menos por trabajador—. Y es que, en la discusión no existe apartado alguno en el que se señale que la disminución en las horas de trabajo irá de la mano en la disminución en el salario; por consiguiente, la información que ha de ser trasmitida para el empresariado es, en el peor de los casos, “menor producción por mayor costo”.


Si suponemos que la productividad cae, las consecuencias negativas tendrán lugar y no se harán esperar. El hecho de que la jornada disminuya junto a la productividad creará dos efectos económicamente nocivos: menor cantidad de bienes y servicios disponibles; y mayor cantidad de dinero circulando, debido a que los salarios se verán incrementados artificialmente. Tendremos, como consecuencia de estos dos elementos, inflación. Sin embargo, como sabemos, el Banco Central, que asume la política monetaria del país, se verá forzado a subir la tasa de interés, con el fin de reducir la cantidad de dinero en la sociedad. Esta situación supondrá que la creación de riqueza se verá encarecida, puesto que el “apalancamiento”, utilizado por las empresas para financiar sus proyectos, resultará ser más costoso. Asimismo, el consumo y el crédito también se reducirá. Ante este estado de cosas, el empresario deberá elegir entre dos decisiones, o elevar el precio de la oferta o disminuir personal. Es muy probable que se incline por la segunda opción, ya que tomar la primera lo relegará a una posición de menor competitividad en el mercado, reduciendo sus ventas y llevándolo obligadamente a tomar la primera opción con el fin de no cerrar.

En fin, el resultado será, por tanto, crecimiento en el índice de desempleo y aumento del trabajo informal, el que repercutirá directamente en la recaudación fiscal y el gasto público, debido a las subvenciones que esta situación conlleva. Como medida para subsanar la caída en la productividad, lo lógico sería que el Estado reduzca los impuestos, con el fin de que los incentivos de creación de riqueza no se vean severamente mermados, aunque esto supondría reducir el gasto público y no precisamente en materia social (que es asunto muy sensible), sino en tamaño del Estado. La pregunta es ¿lo haría? Personalmente, lo dudo.


Estos son, muy resumidamente, los dos supuestos posibles. No sabemos cual de estos dos pueda resultar ni el verdadero tamaño de su impacto, ya que esto, en definitiva, va a depender cien por cien de los actores, es decir, da las personas. Ellos serán los encargados de elevar su nivel de productividad, puesto que, en suma, deberán ser más productivos en menor cantidad de tiempo. En este sentido, el llamado es a que nos preocupemos principalmente por la productividad, ya que medidas políticas como éstas pueden perjudicar más que favorecer a quien se pretende beneficiar. Pero como se ha dicho, la responsabilidad recae en absoluto en los trabajadores.


Una mirada libertaria


Como se ha visto, la discusión es un asunto puramente económico, pues impacta en la actividad empresarial, los precios, el empleo y el dinero.


La idea de una ley de salario mínimo y jornada de trabajo fijas no tiene, en una mirada liberal libertaria, absolutamente ninguna justificación. Como el lector debe saber, las horas de trabajo no tiene relación alguna con el nivel de productividad, se pueden tener largas horas de trabajo y producir lo mismo que en cortas horas. En definitiva, lo que prima son los incentivos. Permítaseme realizar el siguiente ejemplo. Don Juanito, que trabaja en la panadería del vecindario, debe cumplir una jornada laboral de ocho horas diarias. Don Juanito puede demorar una hora en la producción de 100 panes, que servirán a diez familias si cada una de ellas compra diez unidades. Supongamos, además, que este nivel de producción, llevado a cabo por don Juanito, es el óptimo necesario para que la panadería genere beneficio económico. Por lo tanto, nuestro panadero está siendo capaz de producir su propio salario (clave para mantenerlo en su puesto), la satisfacción de necesidades de las personas, y el margen necesario por el cual el negocio continúa sus funciones. Su compañero, a diferencia de él, produce 50 panes en una hora, sirviendo a cinco familias. Si suponemos que estos dos panaderos reciben el salario mínimo legal, estamos ante una disparidad productiva. Tenemos dispar nivel de producción y satisfacción social (satisfizo a la mitad de familias que su compañero), pero con la misma retribución salarial y, por tanto, ineficiencia en la asignación de recursos. Y es que, en su actividad laboral, su salario está fijado por la hora que cumpla en su puesto, no en su nivel de productividad.


Por tanto y, en definitiva, las horas y la fijación de salarios mínimos a través de imposiciones gubernamentales no se ajustan necesariamente a un óptimo nivel de producción, de satisfacción de bienes de consumo y de retribución salarial, provocando un desincentivo en el incremento productivo por parte del trabajador, quien solo calculará su nivel de esfuerzo en pos del cumplimiento de la jornada laboral, no del real incentivo que supone producir cada vez más y así aumentar sus beneficios.


No olvidemos que el trabajador, al igual que el empresario, cumple una función empresarial a una escala más pequeña (pero no menos importante), puesto que invierte sus conocimientos, talentos y habilidades a cambio de beneficio económico. Si lo que oferta el empresario en el mercado es el producto terminado para ser consumido, el trabajador oferta sus conocimientos y habilidades necesarios para que el producto sea adquirido por el comprador. Ambos, actuando bajo la función empresarial, uno con el capital de trabajo, el otro en la transformación, administración y posterior venta. Su retribución salarial entonces responderá a su nivel de producción en el beneficio generado, tanto en la empresa como en la sociedad.

Lo que se ha querido decir es que el salario mínimo y la jornada laboral impuestos por ley no tienen sentido. Lo óptimo es liberalizar el mercado laboral, eliminando el salario mínimo y la ley de jornada mínima. Los salarios deben responder única y exclusivamente al nivel de productividad del trabajador, retribuyéndosele justamente el beneficio que le ha otorgado a la empresa.

Así, la información que se transmitirá será la misma a cómo actúan los precios en el mercado, siendo el actor interesado en la función laboral la que estime de acuerdo a sus intereses e incentivos individuales la oferta en cuestión.

Esta medida impactaría positivamente en los incentivos económicos, puesto que, a mayor producción, mayor beneficio. Asimismo, la liberalización en el mercado laboral flexibilizaría los contratos de trabajo, respondiendo en función de necesidades mutuas con respecto a las horas laboralmente necesarias y eficientes de producción, evitando el mal derroche de tiempo en lo que se suele denominar “tiempos muertos”. Es decir, el hecho de liberalizar el mercado laboral, hará que la función empresarial tome decisiones libres de acuerdo a los medios por los cuales se sirve para conseguir los fines que persigue. A su vez, las personas podrán optar a tener uno o más empleos retribuidos por su nivel de productividad y beneficio, siendo las horas necesarias para estos fines determinada por las partes interesadas. Son estos dos actores, cumpliendo cada uno su función empresarial, capaces de conocer a través de su experiencia práctica, el tiempo y el esfuerzo necesario para la producción, no el Estado.


Por último, el salario mínimo actúa como un repelente social, obliga a las personas menos capaces a limitarse a ciertas funciones de “salario mínimo”, influido a priori por su nivel educacional. Es por ello que la población busca desenfrenadamente educarse, para evitar el mal que supone el salario mínimo. Y la verdad sea dicha, no necesariamente una persona con estudios superiores es más productiva que una con cuarto medio. Las personas cuentan con experiencias y talentos individuales únicos e irrepetibles, por lo que una carrera no asegura el talento y la capacidad, solo el nivel de conocimiento. Será la experiencia y el talento el necesario en que aquellos conocimientos sean utilizados eficazmente.


Con todo, no pretendo con estas palabras desacreditar las carreras profesionales y técnicas en absoluto, el perfeccionamiento siempre es positivo, pero en la práctica es el actor quien, de acuerdo a su experiencias y talentos, resuelve las distintas circunstancias que se le presenta, sin contar necesariamente con título alguno, solo con su ingenio, talento y capacidad individual.


La libertad y el orden espontaneo en el mercado, tanto en el de bienes y servicios, como en el laboral es la receta clave para el desarrollo y el crecimiento económico.

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