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Una crítica a la política pandémica chilena desde "El Político" de Ortega y Gasset

Por William Tapia



Hemos asistido a una comedia nefasta. Los actores ya conocían sus papeles. Todo estaba preparado. Solo faltaba el bufón. Podía ser cualquiera. Al gobierno ya le habían tomado el pulso desde el 18 de octubre de 2019. Sabían que tenía las dotes actorales, la prestancia a la comedia que Talía agradecería. Pero faltaba más espectacularidad. Faltaba el menjunje propio de toda obra que se precie de tal: el coro, esa masa vociferante que le representa hoy y que ha salido a las calles en la comuna de El Bosque, recientemente, para recordar el Pandemónium. Ya sabemos: esto no termina hasta que la gorda -un sinnúmero de gordos que en el fondo de su ser se sienten y se identifican como famélicos- no cante. Todo estaba montado. Era hora de la acción.


Sin duda, lo hasta aquí descrito nos sume en muchas reflexiones, pero una en especial me parece oportuna de hacer desde que, si la obra se lleva a cabo, no es solo porque existe un contexto favorable a la misma, sino porque alguien dirige la comedia. La espontaneidad podría tener cabida solo en aquello que el progresismo de hoy llama, no sin un dejo de sorna, “intervenciones artísticas”, y aún en ellas podríamos reflexionar que existe intencionalidad, una mente que premedita llevar a cabo esa muestra cultural de “alto calibre”.


Entonces ¿quiénes son los directores? Las semanas han transcurrido en este contexto de pandemia y aquellos que parecen alimentar la apreciación necesariamente histérica de la situación son los políticos. Los hemos visto en matinales o en otros programas de televisión -en horas de trabajo-, vestidos como médicos o enfermeros, bailando o llorando a punto de colapsos nerviosos, hablando de la mentada señora Juanita, pobre mujer representativa del gentío nacional a punto de morir o siempre en situación de víctima. Ellos, los políticos, en un contexto tan fructífero para sus andanadas, se erigen a sí mismos como los defensores personales, los únicos ungidos de la sabia elemental para resolver todos los problemas o para comunicárselos a quien se le endilga el poder de hacerlo. La modalidad que implique menos responsabilidad es la preferida. Y es que el político, y en especial el chileno, sin descartar la actuación de otros allende nuestras fronteras, ha demostrado ser de un temple muy particular. En lo sucesivo dialogaré más de alguna vez con mi filósofo preferido para ir escudriñando en este tipo de ser que es el político.


En lo político, no tiene cabida otro dogma que no sea la mera utilidad, nos dice el filósofo español Ortega y Gasset. Por lo mismo, el político como tal es el típico hombre de acción, aquél que, enamorado de la praxis, solo ejecuta en orden a la consecución de algo. Esto, por supuesto, no quiere decir que el político, en su seno, no sea más que un mero hombre de acción que, por esos azares de la vida, no demuestre inteligencia alguna o virtudes contemplativas incipientes, sino que, si bien las demuestra, como el caso de César, Mirabeau o Churchill, de todos modos la nota contemplativa, esa que caracteriza al gran pensador, al que se queda en casa leyendo y pensando, que observa las cifras y estadísticas y que se afana, finalmente, en sus construcciones teóricas y soluciones bien pensadas, no termina siendo la nota principal de este espécimen en estudio.


Coherente con esta idea, el filósofo español nos dice que el político de fuste, el “profesional”, ese que es capaz de justificar hasta lo injustificable, ese que genera las condiciones que luego denuncia, ese que se dona dinero a sí mismo y es capaz de hacerlo pasar como una estrategia de autonomía y de independencia de criterio, no debe ser contrariado o, más bien, analizado desde la visión moral del hombre pequeño, del sujeto moral mediocre. Al objeto de hacer una disección adecuada, si el político miente, es porque no tiene compromiso con nada que no sea el acto mismo de ejecución. Es simplemente parte de la esencia del político actuar, muchas veces, sin medir las consecuencias. Lo que Henry Hazlitt, periodista norteamericano, reclamaba de los malos economistas que solo veían las consecuencias directas, más no indirectas de sus políticas, es perfectamente atendible en el político descrito por Ortega: no importa si se dispara un ciclo inflacionario, no importa si aumentamos el déficit fiscal a dos cifras del PIB, qué interesa si entramos en recesión y el desempleo se dispara. “Es que la señora Juanita”.


No es que no existan políticos de talla. De algún modo, la grandeza de los actos políticos se justifican en que el gran político -no aquél que no tiene siquiera una pizca de intelectualidad, ese que ve el pan de hoy, pero no el hambre de mañana- es capaz de "saber lo que se debe hacer desde el Estado", es decir, de tener una idea suficientemente justificada intelectualmente de cómo se debe utilizar la herramienta "Estado" para la coexistencia efectiva con los conciudadanos, lo cual puede significar tanto acción como retracción. Sabe cuándo o al menos justifica plenamente, una vez tomado en cuenta todas las cifras, estadísticas, libros, estudios, tomar o no tomar “cartas en el asunto”. Alguien podría reclamarme que no tienen tiempo para eso. Yo retruco: ¿No son para eso los asesores? Finalmente, Ortega habla que el político ideal es esa conjugación entre ambas visiones de vida contrapuestas: vida activa y vida contemplativa. El político ideal es aquél que sabe intelectualmente como dirigir sus energías, su torrente vital sin freno, hacia el fin premeditado. E insisto, por lo mismo, no puede ser analizado este político desde la visión moralista pequeña, propia del hombre mediocre.


Por de pronto, ¿en qué vereda nos encontramos nosotros? ¿Qué tipo de ser político logramos atisbar en la fauna desmadrada de nuestro país? Lamentablemente, parece ser evidente que no hallamos más que políticos de fuste, profesionales del griterío, directores del averno que llamando al coro, a los gordos descarados que, exánimes de tanta hambre, de tanta penuria, héticos, sin embargo, en comparsa, vestidos o desnudos para la ocasión, con o sin meterse objetos en el ano a modo de probar su proceso de deconstrucción, cantan al unísono Nous sommes le pouvoir, guiados por los Danton, los Robespierre, los Marat, hacia la toma de La Bastille, promesa siempre infundada en el horizonte, pero compromiso irrestricto de toda acción política concertada hasta este entonces por los políticos chilenos en búsqueda de la solución definitiva a todos nuestras complicaciones. Y los pocos políticos reflexivos, que piensan, analizan las jugadas, los que se otorgan un tiempo para la necesaria contemplación de lo que sucede, no aciertan a actuar. Desconcertados, al parecer, tal Ulises, por los cantos de sirena de la expropiación de los fondos de AFP o por el establecimiento del Ingreso Familiar de “Emergencia” -que ha llegado para quedarse-, toman oídos al pueblo, aplauden su “rebeldía juvenil”, prestan comprensión a las supuestas penurias de la señora Juanita y suprimen, por un momento, la consciencia, se dejan llevar por “los tiempos”, decretan cuarentenas totales, apagan la economía, y le rinden un tributo a Baco en señal de aceptar la borrachera del momento, total, como dijo Nicolás Eyzaguirre, ex ministro de Hacienda, ladrón de patines profesional, “mañana se verá lo que ocurra”.


Tengo la convicción que no queda más que aceptar que la política nacional se pudrió. Quizá siempre lo estuvo. No más nos quedamos con la sensación, allá por los 90’, que esto podía ser distinto. Un profesor de mis tiempos en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad Diego Portales, actualmente gran amigo, me decía que la política en Latinoamérica siempre ha sido populista. Yo agregaría que la política nacional en su versión pandémica, apertrechada de mascarilla, guantes y alcohol gel al por mayor, no es más que la revelación del ser político como tal, de la irracionalidad inherente a los procesos políticos por estos lares, de la poca capacidad de detención y reflexión del ser político chileno, el latinoamericano en general, que no ceja en su empeño “profesional” por acometer todo tipo de acciones que cree destinadas a la grandeza, pero incapaz de sostener teórica y críticamente. Nos vamos a tener que acostumbrar, me temo, a hacer política del tuerto, un ojo para las consecuencias directas o inmediatas, el otro cerrado a las consecuencias indirectas o mediatas que nuestra condición de monaguillos corales nos obliga a representar. Una lástima.


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