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Las razones políticas del quiebre institucional chileno

Por William Tapia, filósofo y politólogo Hace ya tiempo que esto se veía venir. Hubo advertencias. Las señales fueron inequívocas, dicen algunos. Libros, entrevistas, columnas de opinión. Todo hacía presagiar que en algún momento los abusos, las maquinaciones, los ejercicios poco empáticos del poder y la indiferencia provocarían en el “pueblo” una indignación tal, que solo era cuestión de tiempo para que esta, como lava ardiente, hiciese ebullición y, tal como los efluvios del volcán, destruyera todo a su paso. Sin embargo, tomarnos esta interpretación -pues eso es lo que es, una interpretación- a pie juntilla, nos oculta una realidad mucho más compleja. Como todo evento social, la multicausalidad, es decir, las múltiples variantes que le dan sentido y ocasión al fenómeno brillan por su ausencia ante tamaña reducción de los hechos explicativos. En especial, las variantes políticas que en una perspectiva más macro puede darnos más luces para averiguar qué es lo ocurrió ese día. Pues, ¿qué es lo que ocurrió ese día, en un sentido plenamente político del término?



Lo que ha ocurrido, en términos simples, pero no por ello menos consistente, es el asalto a la democracia. Y es que, por un lado, esto ya es historia sabida. No es que pretendamos caer en lo que Hegel denunció como una ingenuidad, este ejercicio poco pulcro de pedirle “lecciones a la historia”. Pero bien que podemos ensayar alguna idea que, políticamente hablando, tenga alguna consistencia histórica con lo ocurrido. En ese sentido, el análisis de Arturo Valenzuela, politólogo chileno, llevado a cabo en su ensayo “El quiebre de la democracia en Chile” (Nueva Edición en UDP, 2013) podría proporcionarnos una explicación política a lo que ocurrió. Su análisis de la ruptura democrática de 1973 le llevó a darse cuenta de un asunto importante. Siguiendo las lógicas de Duverger, puso el ojo en el centro político. Cuando el centro político es pragmático, los extremos políticos de derecha o izquierda tienden a tener mayores posibilidades de transigir y negociar. El centro político, en su expresión partidaria, permite el encuentro de esos extremos. Por lo mismo, en Chile, ese papel, jugado en su momento por el Partido Liberal y el Radical a lo largo de la historia, fue sumamente importante. En cambio, cuando el centro político no es pragmático, sino ideológico, los extremos no encuentran un espacio de negociación o acuerdo. De este modo, tanto la expresión extremista de la derecha o la izquierda se radicalizan.


En ese sentido, Arturo Valenzuela aclara, siguiendo su línea argumental, que las razones políticas que provocaron la caída de la democracia en Chile están directamente relacionadas con la Democracia Cristiana quienes, envalentonados con su “Revolución en Libertad”, de la mano de Frei padre, creyeron poder hacerse con el poder. Los estables acuerdos políticos que habían caracterizado, según algunos intérpretes, a la política chilena durante el siglo XX, se vieron mermados por esta política radicalista, ideológica y no pragmatista de la DC, al punto de terminar siendo, las políticas de la Unidad Popular, meramente continuistas del legado democratacristiano.


Premunidos de esos conceptos, ¿qué podemos aventurar de lo que ha ocurrido en Chile? La supresión del artículo 8vo que disponía la exclusión de todo grupo o persona que pregonara ideas de carácter totalitario o de lucha de clases, y que mantenía al Partico Comunista fuera de la escena formal, preparó el terreno para una seguidilla de actos que solo encuentran su sentido político en esta intención de quiebre democrático institucional. La primera escena se da con la así llamada “Revolución Pingüina”. Los estudiantes, movilizados ante el alza de precio del pasaje escolar, hicieron gala de una ruptura con los leves consensos alcanzados durante los primeros años de la vuelta a la democracia, colocando en vilo los cimientos de esta. El simbolismo de la estudiante María Música Sepúlveda, arrojando un jarro de agua a la ministra de Educación de ese entonces, Mónica Jiménez, desnuda con claridad esa ruptura. He ahí que se revela una incomodidad nunca dicha o, al menos, solo visualizada en determinados momentos: la ex Concertación se mantiene en silencio. Los cuadros militantes de la coalición gobernante sintieron la chispa del desequilibrio, las ínfulas del cambio a la monotonía o la estabilidad de la democracia que ellos administraban. Sin armas intelectuales, como nos dice Daniel Mansuy en “Nos fuimos quedando en silencio” (IES, 2016), la ex Concertación no tuvo la capacidad de cuestionar el radicalismo de unos infantes que les recordaban sus propios ímpetus juveniles en constante e inmaduro desbordar. Esa misma sensatez perdida se acentúa con la llegada del primer Gobierno de Piñera. La radicalización estaba en ciernes, pero ahora de manera formal. Ya imbuidos de un espíritu semejante, la oposición de izquierda de ese entonces pensó “o gobernamos nosotros o no gobierna nadie”. Y la ocasión para demostrarlo en todas sus facetas fue el estallido de 2011. El poco apoyo mostrado al gobierno en aras de mayor gobernabilidad contrastaba con la anuencia respecto de los actos de violencia y las peticiones de ex personeros del gobierno anterior solicitando la renuncia - ¡cómo no! - del presidente Piñera.


Finalmente, con la llegada de Michele Bachellet a su segundo gobierno, apoyado por los mismos miembros más radicalizados e intransigentes del movimiento estudiantil de 2011, y la retroexcavadora de Jaime Quintana, miembro del Partido por la Democracia, los consensos desaparecen. Ya no existe espacio de negociación o de encuentro. La agenda se radicaliza y las promesas comienzan a desfilar, en espera de su concreción. En ese ejercicio nos quedamos con reformas a medio hacer, con inversiones huyendo del país, modificaciones que no dejaron contentos a nadie, ni al mismo “pueblo” que se quería beneficiar o con magros resultados de crecimiento en un escenario internacional difícil. Con todo, el diagnóstico y la agenda no cambiaba. En la mente de un radicalizado, la realidad no es consejera sino material de construcción. Es la realidad la que debe sumirse, de rodillas, a las ideas que se han definido. Y esto no iba a cambiar con los más de cuatro millones y medio de votos a favor de un segundo período del actual presidente Piñera. La ruta ya estaba trazada. Solo se debía encontrar la ocasión, la coyuntura crítica, y el contexto adecuado, otra vez, para hacerlo sentir y sentar las bases del quiebre.


Como se puede ver, políticamente hablando esto ya se había visto. Hemos asistido a una seguidilla de estallidos (2006, 2011, 2019) que han puesto contra las cuerdas a la democracia. Porque eso es lo que está en juego. La instalación de lógicas oclocrásicas, siguiendo al historiador griego clásico, Polibio, ha roto con el consenso democrático que existió tras el plebiscito del 88’ y la reforma constitucional del 89’, elecciones incluidas. La ex Concertación, rehuyendo de su propia historia administrativa e institucional, plagada de éxitos como la reducción de la pobreza, la disminución generacional de la desigualdad, el aumento de las coberturas de salud y educación, y un crecimiento económico sostenido, ha preferido mirar esos años con sospecha, radicalizando sus propias posturas que fortalecieron por tantos años a un centro político pragmático, llano al diálogo y a la transacción pacífica que benefició a tantos.


En conclusión, hoy estamos en un contexto aciago. Las diferencias políticas, los entreveros sin posibilidad de acuerdo, se han instalado con título de señorío. Ni siquiera el acuerdo político por una nueva Constitución puede poner atajo a las pretensiones de un sector político que renunció a entenderse con los otros. Aceptar una nueva carta magna no es más que la puerta de entrada a un proceso de degeneración política que ha llevado a la ruina a Venezuela y está haciendo lo suyo con Argentina. La única manera de salir de este atolladero es entender las razones políticas, económicas y sociales que nos han llevado a esto y propender a defender la democracia caída, para volver a instalar una lógica de acuerdos y entendimientos, propio de una democracia hecha y derecha. En definitiva, hay que estar a la altura de los tiempos históricos, como diría Ortega.

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